Reflexión psicoanalítica sobre la culpa, la violencia y la identidad colectiva, uniendo la simbología cristiana al drama palestino actual.
WandaVision sorprende con una narrativa profunda al explorar el duelo, la fantasía personal y los conflictos emocionales universales.
La serie WandaVision me sorprendió gratamente. Y eso que estoy en contra de las películas de héroes (cosa de conservador), porque me exigen tener un conocimiento que no poseo sobre los personajes y porque frecuentemente se adhieren al "lobby de la epilepsia", con destellos luminosos y efectos sonoros estruendosos.
Me gustó el lanzamiento semanal, lo que me hace esperar el próximo episodio, en contra de la tendencia de maratonear indefinidamente. Todos los viernes sale uno nuevo en Disney+. Esta ruptura del patrón me hace prestar más atención a la trama.
En resumen, Wanda crea un mundo basado en sus experiencias de niña. Todo está en función de la creadora; ella vive en la fantasía de sus propias vivencias y creencias. Ahora bien, la provocación es que el individuo no héroe hace lo mismo, ¿o no?
O incluso más. Se le incita a deshacer la ficción en la que vive porque no solo afecta su propia vida, sino también la de quienes la rodean. Llega a ser doloroso pensar en eso, ¿o no?
Una de las emociones que la televisión puede provocar es el llanto. Lloré profusamente, con un llanto húmedo, en silencio, al ver a Monica Rambeau (Teyonah Parris) atravesar un cuenco magnético y deshacerse en innumerables versiones de sí misma, una metáfora visual que me acerca a la realidad de los estados del Yo, entre otras percepciones sobre la multiplicidad de tiempos dentro de una sola persona.
WandaVision me aporta una perspectiva sobre el Universo Marvel que ninguna otra obra había logrado ofrecer. Como el arte que es, transita por lo sombrío, el duelo y la despedida.
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La serie aborda el duelo y la fantasía, fomentando reflexiones individuales sobre la realidad.
El arte de la serie ayuda a enfrentar traumas, promoviendo el bienestar emocional.
Reflexión psicoanalítica sobre la culpa, la violencia y la identidad colectiva, uniendo la simbología cristiana al drama palestino actual.
Cuando, a las tres de la tarde del viernes, Jesús suspira y entrega su espíritu a Dios, pasamos a preguntarnos: «¿qué hemos hecho?». Para un distraído, no debe ser más que una culpa más para la colección. Nosotros, los freudianos, sin embargo, entendemos tal pregunta como el origen de la civilización.
Es una cuestión de geolocalización, si es que me entiende.
¿Dónde estamos, exactamente, después de haber asesinado al Creador? Si estamos entre los que se hacen a sí mismos esa pregunta, tal como en el mito del parricidio, pues muy bien. Algo así tiene el potencial de desbrutecernos. Pero si estamos más allá de la frontera de la responsabilidad, estamos perdidos. Es en este último lugar donde el individuo vibra con un Jesús que «azota» a los ladrones, sin darse cuenta de que él mismo es el ladrón mencionado en las Escrituras. Vibra con el ultraje a los líderes fariseos, sin percatarse de que el Maestro lo ultraja a él en el instante de la lectura.
Escribí sobre este fenómeno en un capítulo denominado «narcisismo de las pequeñas diferencias» (es un concepto psicoanalítico). En resumen, el odio es aún más talentoso que el amor cuando se trata de unir a los seres humanos, formar ejércitos, iglesias e hinchadas organizadas.
Quien abre una biblia impresa en los años setenta u ochenta —traducida por João Ferreira de Almeida, con interior rosa, seccionado por un índice táctil— encuentra Palestina en la sección de mapas. Es decir. Hasta «ayer», nadie tenía ninguna duda de que el Jesús que matamos era palestino. ¿Qué nos hizo cambiar de bando, además del dinero?
La filosofía de René Girard coincide con la práctica cristiana en la formación de una religión a partir de la violencia, del mismo modo que esa misma violencia genera la humanidad civilizada para los freudianos. Pero este autor es particularmente provocador cuando el muerto es Jesús. Desde que matamos a un inocente, la rueda de la violencia gira en el vacío.
Si la Pascua renueva en los cristianos la esperanza de la resurrección, que pueda también renovar en todos nosotros alguna garantía de que, al menos una vez al año, nos preguntemos: «¿qué hemos hecho?».
La fotografía de este artículo, tomada por Mohammed Salem de la agencia Reuters y difundida por World Press Photo, fue la ganadora del premio World Press Photo del Año. La imagen retrata a Inas Abu Maamar, una palestina de 36 años, en un momento de profundo dolor al abrazar el cuerpo de su sobrina Saly, de tan solo 5 años, que perdió la vida en un bombardeo israelí. La escena ocurrió en el hospital Nasser, ubicado en Jan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza, el 17 de octubre de 2023.
Libro de ensayos del escritor peruano cuestiona las raíces religiosas y políticas detrás de la decadencia cultural moderna.
Aunque he visto la película Pantaleón y las visitadoras (¡divertida y recomendada!), conozco poco de las novelas de Mario Vargas Llosa, Nobel de literatura —escritor peruano que se despidió este día 13.
¡Me gustaba! Una vez me recomendaron encarecidamente La casa verde —curiosamente, por un profesor estadounidense. Sin embargo, este libro de la foto, repleto de ensayos, reflexiones y provocaciones, que me regalaron en 2013, lo leí y me marcó bastante.
Una reflexión profunda aquí: como generalmente en los cursos de comunicación se estudia a la Escuela de Fráncfort, se aprende que la culpa, por así decirlo, del vaciamiento poético visto en las artes a lo largo de la historia, de la decadencia estética de lo que se entiende por bello, así como del fin de la llamada "alta cultura", sería el resultado de la producción en serie, de la búsqueda del lucro a escala, de la industria cultural; en resumen, una consecuencia del capitalismo.
Para mi sorpresa, este libro me reveló un punto de vista diferente: la cuestión es política, e involucra la herencia de un revanchismo contra el gusto de la aristocracia (o de las clases altas) desde las revoluciones.
Se trata de un repudio creciente hacia la sociedad tradicional, tras las grandes guerras mundiales, y, en su esencia, sobre todo, de un trasfondo religioso —al fin y al cabo, en el origen de todas las civilizaciones, en todos los tiempos, fue precisamente de los ritos religiosos de donde provinieron y se desarrollaron las manifestaciones artísticas.
Se parte de la búsqueda de lo sublime, de las experiencias místicas, que posteriormente formaron las bases de lo que entendemos por culturas. Un vínculo que se convirtió en apenas un eco en la vida occidental contemporánea, cuando no fue totalmente desterrado, execrado, en un mundo que, a su parecer, culturalmente, camina rumbo a la nada.
O, como ya observamos ahora, hacia el contenido generado por inteligencia artificial.